A veces nos planteamos el camino de fe como un camino lúgubre y de dolor, como si el Maestro nos impusiera un yugo difícil de cargar, de mucha renuncia, con normas y mandatos que restringen nuestros deseos y proyectos. Esta mirada bastante miope tergiversa la realidad, la distorsiona de tal modo que nos impide ver el trasfondo de amor y misericordia que esconde este caudal de gracias que nos devuelve la salud del alma. La Cruz no es un castigo sino un remedio.
Es verdad que Jesús nos invita a seguirle y que para atraernos no decora su mensaje con palabras halagadoras, teñidas de falsas ilusiones y promesas; por el contrario, muchas veces sus palabras son claras y contundentes, y, en ocasiones, duras y fuertes hasta la incomprensión de muchos, y sin embargo producen en nosotros fuente de vida y gozo eterno: “Señor, ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”, expresa Pedro en aquella ocasión en que muchos discípulos de Jesús le abandonaron por no comprender sus Palabras a raíz del discurso del Pan de Vida, momento clave en el que hubo un quiebre en la fe de muchos que, desde ese momento, dejaron de seguirle. El Apóstol, en cambio, podía intuir un no sé qué, un algo que tenía el Maestro que ejercía una gran fuerza de atracción a pesar de la cruz. Y es que toda relación auténtica exige entrega, renuncia y sacrificio desde un amor profundo e intenso.
Por otro lado, también es verdad que el mundo nos engaña y endulza nuestros oídos con las palabras que nosotros queremos escuchar, con prometedora bonanza, con un buen pasar, y corremos el riesgo de dejarnos seducir y arrastrar por sus encantos que, en el fondo, no son más que quimeras porque nos dan un disfrute temporal poniendo en peligro nuestra felicidad eterna.
Con esto no debemos entender que el cristiano siempre la debe pasar mal, pues esto sería un grave error. El cristiano está llamado ya en esta vida a vivir las bienaventuranzas, aquella felicidad que será plena en el cielo, pero no por ser cristiano tiene una cierta inmunidad respecto del sufrimiento, el cual es parte de la vida de todo ser humano como consecuencia del pecado original. El cristiano, en cambio, por ser sal de la tierra, sabe dar “sabor” a todas las cosas de la vida, las más bellas y las más dolorosas sabiendo que es inevitable atravesar por la cruz, pero esa Cruz, cuando es vivida en unión con Cristo y por su amor, cobra un valor, un sentido y un sabor que trasciende las barreras del tiempo y del espacio y nos va purificando y santificando poco a poco.
Tenemos un cierto temor o reticencia para hablar de la cruz y para aceptarla en nuestra vida; es un tema que comúnmente esquivamos, y siempre existe la tentación de querer disfrazar un poco el Mensaje del Maestro para hacerlo más convincente y atraer a más gente, cuando en realidad Jesús, hablando de la Cruz, nos dice: “Cuando Yo sea elevado en alto, atraeré a todos hacia Mí”. ¡La Cruz nos atrae! Pero el temor nos abrasa a todos en algún momento; el mismo Jesús pidió al Padre que apartase de Él el cáliz, pero que se haga Su voluntad; también los Apóstoles, cuando tomaron preso a Jesús, le abandonaron y después de su muerte se encerraron en el Cenáculo por miedo a los judíos, y esto aún después de la Resurrección hasta el día en que vino el Espíritu Santo y sólo entonces ya no les importó nada y murieron todos dando la vida por Él, salvo Juan que se consumió de amor en la vejez.
Jesús nos sigue invitando a su seguimiento y lo hace con aquellas palabras tan conocidas por todos: “el que quiera ser mi discípulo que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”.
Indudablemente este lenguaje escandaliza y es locura y necedad para muchos, pero para los que aman a Dios es fuerza y sabiduría de Dios, como afirma San Pablo. Dejémonos interpelar hoy por el Maestro que nos pregunta a nosotros como aquella vez a sus doce: “¿También ustedes quieren marcharse?”.
Dominus Tecum.