¿Cómo, pues, puede edificarse la Iglesia, si no es a partir del hecho de que somos “templos del Espíritu Santo” que “habita en nosotros”? No podemos dejarlo de lado o aparcarlo en alguna zona de devoción. Necesitamos decirle cada día: “Ven porque sin tu ayuda divina no hay nada en el hombre”.
“Por pura gracia”
Francisco hace presente a los pastores que no es por méritos, sino “por pura gracia” que han recibido la unción que los ha hecho padres y pastores del Pueblo santo de Dios. Y es la unción del Espíritu el primer aspecto que desarrolla en su homilía. Recuerda la “primera unción” de Jesús, aquella en el vientre de María, y aquella en el Jordán después de la cual “toda acción de Cristo” se realizó con la copresencia del Espíritu Santo.
Jesús y el Espíritu actúan siempre juntos, de modo que son como las dos manos del Padre que, extendidas hacia nosotros, nos abrazan y nos levantan. Y por ellas fueron marcadas nuestras manos, ungidas por el Espíritu de Cristo.
La unción de la Palabra que cambia vidas
El Señor – continúa diciéndoles el Santo Padre - no sólo nos ha elegido y llamado, sino que ha derramado en nosotros la unción de su Espíritu, el mismo Espíritu que descendió sobre los Apóstoles. Es a ellos a quien invita pues, a dirigir la mirada:
La unción de la Palabra cambió sus vidas. Con entusiasmo siguieron al Maestro y comenzaron a predicar, convencidos de que más tarde realizarían cosas aún mayores; hasta que llegó la Pascua. Allí todo pareció detenerse; llegaron a renegar y a abandonar al Maestro. Tomaron conciencia de su propia incapacidad y se dieron cuenta de que no lo habían entendido.
Apóstoles en el mundo
El “no conozco a ese hombre” que Pedro pronunció en el patio del sumo sacerdote después de la Última Cena, no es sólo "una defensa impulsiva, - señala Francisco -sino una confesión de ignorancia espiritual": él y los demás quizá se esperaban una vida de éxito detrás de un Mesías que atraía multitudes y hacía prodigios, pero no reconocían el escándalo de la cruz, que echó por tierra sus certezas. Jesús sabía que no lograrían nada solos, y por eso les prometió el Paráclito. Y fue precisamente esa “segunda unción”, en Pentecostés, la que transformó a los discípulos, llevándolos a pastorear el rebaño de Dios y ya no a sí mismos.
Fue esa unción fervorosa la que extinguió su religiosidad centrada en sí mismos y en sus propias capacidades. Al recibir el Espíritu, los miedos y vacilaciones de Pedro se evaporan; Santiago y Juan, consumidos por el deseo de dar la vida, dejan de buscar puestos de honor; los demás ya no permanecen encerrados y temerosos en el cenáculo, sino que salen y se convierten en apóstoles en el mundo.
El de los primeros apóstoles es un itinerario que, corrobora el Santo Padre, también abarca la vida sacerdotal y apostólica de los pastores hoy. También hoy los sacerdotes tienen una “primera unción” que es la llamada de amor por la que se consagraron. Y también hoy, llega para cada uno “la etapa pascual”, un momento de crisis que reviste diversas formas:
A todos, antes o después, nos sucede que experimentamos decepciones, dificultades y debilidades, con el ideal que parece desgastarse entre las exigencias de la realidad, mientras se impone una cierta costumbre; y algunas pruebas, antes difíciles de imaginar, hacen que la fidelidad parezca más difícil que antes.
Cuando llega la crisis, tiempo de una “segunda unción”
Se trata de una etapa de tentación, "de prueba" que todos han tenido, tienen y tendrán, y que representa un momento culminante para los que han sido ungidos por el ministerio de la que se puede “salir mal parado”, advierte Francisco. Un momento en el que se insinúan “tres tentaciones peligrosas”: la del compromiso, por la que uno se conforma con lo que puede hacer; la de los sucedáneos, por la que uno intenta “llenarse” con algo distinto respecto a nuestra unción; la del desánimo, por la que, insatisfecho, uno sigue adelante por pura inercia.
Y aquí está el gran riesgo: mientras las apariencias permanecen intactas, nos replegamos sobre nosotros mismos y seguimos adelante desmotivados; la fragancia de la unción ya no perfuma la vida y el corazón ya no se ensancha, sino que se encoge, envuelto en el desencanto. Es un destilado, ¿saben? Cuando el sacerdocio se desliza lentamente hacia el clericalismo, y el sacerdote se olvida de ser pastor del pueblo, para convertirse en un clérigo de estado.
Pero esta crisis – enseña el Santo Padre - puede convertirse también en el punto de inflexión del sacerdocio, en la «etapa decisiva de la vida espiritual, en la que hay que hacer la elección definitiva entre Jesús y el mundo, entre la heroicidad de la caridad y la mediocridad, entre la cruz y un cierto bienestar, entre la santidad y una honesta fidelidad al compromiso religioso». Es el momento “de una segunda unción”, de acoger al Espíritu “en la fragilidad" de la propia realidad.
Es el kairós en el que descubrir que «las cosas no se reducen a abandonar la barca y las redes para seguir a Jesús durante un tiempo determinado, sino que exige ir hasta el Calvario, acoger la lección y el fruto, e ir con la ayuda del Espíritu Santo hasta el final de una vida que debe terminar en la perfección de la divina Caridad».
El Santo Padre se detiene, deja los papeles de lado y dice que tiene presente, en este preciso momento, a algunos sacerdotes que están en crisis, que están desorientados y que no saben cómo tomar el camino, cómo retomar el camino en esta segunda unción del Espíritu.
A estos hermanos -los tengo presentes- sencillamente les digo: ánimo, el Señor es más grande que tus debilidades, que tus pecados. Encomiéndate al Señor y deja que te llame por segunda vez, esta vez con la unción del Espíritu Santo. La doble vida no te ayudará; tirarlo todo por la ventana, tampoco. Mira hacia delante, déjate acariciar por la unción del Espíritu Santo.
La madurez sacerdotal
Después señala que el camino para hacer el paso de maduración sacerdotal es “admitir la verdad de la propia debilidad”. Es a lo que exhorta, dice, “el Espíritu de la Verdad”, que impulsa a mirar hasta el fondo de cada uno para preguntarse:
¿Mi realización depende de lo bueno que soy, del cargo que obtengo, de los cumplidos que recibo, de la carrera que hago, de los superiores o colaboradores que tengo, de las comodidades que puedo garantizarme, o de la unción que perfuma mi vida?
La madurez sacerdotal – afirma luego el Papa - pasa por el Espíritu Santo, se realiza cuando Él se convierte en el protagonista de nuestra vida. “Entonces todo cambia de perspectiva, incluso las decepciones y las amarguras, también los pecados, porque ya no se trata de mejorar componiendo algo, sino de entregarnos, sin reservarnos nada, a Aquel que nos ha impregnado de su unción y quiere llegar hasta lo más profundo de nosotros”.
Hermanos, redescubramos entonces que la vida espiritual se vuelve libre y gozosa no cuando se guardan las formas y se hace un remiendo, sino cuando se deja la iniciativa al Espíritu y, abandonados a sus designios, nos disponemos a servir donde y como se nos pida. ¡Nuestro sacerdocio no crece remendando, sino desbordándose!
Custodiar la unción
No hay que tolerar, advierte también el Santo Padre, los dobleces, las “hipocresías clericales”, que son peligrosas. Y citando a san Gregorio Magno, invita a los pastores a custodiar la unción invocando y escuchando al Espíritu, que “lava las manchas”:
Quien predica la palabra de Dios considere primero cómo debe vivir, para que luego, de su vida, deduzca qué y cómo debe predicar. [...] que no se atreva a decir exteriormente lo que no hubiera oído primero en el interior». El maestro interior al que hay que escuchar es el Espíritu, sabiendo que no hay nada en nosotros que Él no quiera ungir. […] Dejémonos impulsar por Él para combatir las falsedades que se agitan en nuestro interior; y dejémonos regenerar por Él en la adoración, porque cuando lo adoramos, Él derrama su Espíritu en nuestros corazones.
Llevar armonía donde no la hay
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido”. “Él me ha ‘enviado’ – subraya Francisco- a llevar una buena nueva, liberación, curación y gracia”, a “llevar armonía donde no la hay”. La armonía, de hecho, es el segundo aspecto que el Santo Padre quiere subrayar en su homilía. El Espíritu Santo – dice - es armonía. Antes que nada, en el cielo, pero también en la tierra:
Él suscita la diversidad de los carismas y la recompone en la unidad, crea una concordia que no se basa en la homologación, sino en la creatividad de la caridad. Así crea armonía en la multiplicidad.
Crear armonía es lo que Él desea, especialmente a través de aquellos en quienes ha derramado su unción. Y “crear armonía entre nosotros - asegura el Obispo de Roma - no es sólo un método adecuado para que la coordinación eclesial funcione mejor.” No es bailar “el minuet” añade, no es "una cuestión de estrategia o cortesía, sino una exigencia interna de la vida en el Espíritu”. Y advierte que “se peca contra el Espíritu, que es comunión, cuando nos convertimos, aunque sea por ligereza, en instrumentos de división, y le hacemos el juego al enemigo, que no sale a la luz y ama los rumores y las insinuaciones, que fomenta los partidos y las cordadas, alimenta la nostalgia del pasado, la desconfianza, el pesimismo, el miedo”.
Tengamos cuidado, por favor, de no ensuciar la unción del Espíritu y el manto de la Santa Madre Iglesia con la desunión, con las polarizaciones, con cualquier falta de caridad y de comunión. Recordemos que el Espíritu, “el nosotros de Dios”, prefiere la forma comunitaria: la disponibilidad respecto a las propias necesidades, la obediencia respecto a los propios gustos, la humildad respecto a las propias pretensiones.
“Gracias ”
El Papa concluye llamando a todos a “custodiar la armonía” que “no es una virtud entre otras, es mucho más” puesto que, sin ella, como dice San Gregorio Magno “queda demostrado que las demás virtudes no son virtudes”. Piensa también en la “amabilidad del sacerdote” y en cuánta gente “no se no se acerca o se aleja porque en la Iglesia no se siente acogida y amada, sino mirada con recelo y juzgada” y exhorta aún:
En nombre de Dios, ¡acojamos y perdonemos siempre! Recordemos que ser agrios y quejumbrosos, además de no producir nada bueno, corrompe el anuncio, porque contra-testimonia a Dios, que es comunión y armonía. Esto desagrada sobre todo al Espíritu Santo, a quien el apóstol Pablo nos exhorta a no entristecer (cf. Ef 4,30).
La gratitud, expresada más veces por el Papa, es lo que marca el final de la homilía: gratitud por el testimonio y el servicio escondido que hacen, por el perdón y el consuelo que dan en nombre de Dios; por su ministerio, que a menudo se realiza en medio de mucho esfuerzo y poco reconocimiento.
Que el Espíritu de Dios, que no defrauda a los que confían en Él, los llene de paz y lleve a término lo que ha comenzado en ustedes, para que sean profetas de su unción y apóstoles de armonía.