En este sentido hay una gran responsabilidad que debemos asumir como miembros del Cuerpo de Cristo ya que con mi santificación estoy colaborando al crecimiento espiritual de toda la Iglesia.
Dios quiere que todos los hombres se salven y para ello nos envía a la misión: para invitar a la conversión, para anunciar la llegada del Reino y para predicar a Cristo, único Rey del universo.
Desde esta perspectiva es que estamos llamados a la Misión, la cual debe brotar, ante todo, de la unión con Cristo: "sin Mí nada podéis hacer", dice Jesús. Y un poco más adelante dice que la gloria del Padre es que demos frutos. Pero para eso debemos estar unidos a Cristo como la Vid a los sarmientos.
No se cansa Jesús de repetir una y otra vez que permanezcamos en Su amor, que permanezcamos en Él. Y el camino más seguro para estar unidos a Él, lo hemos visto ya, es la vida de intimidad con Él, tener trato amistoso con Él y trato contínuo, por medio de la oración, para conocerlo más y amarlo más y así darlo a conocer. ¿Cómo vamos a predicar sobre Alguien que no conocemos?
El cristiano debe ser alma apostólica: estamos llamados a dar aquello que hemos recibido. Santo Tomás de Aquino habla de: "contemplar y dar de lo contemplado", porque, para él, “es mucho más hermoso iluminar que simplemente brillar; de la misma manera es más hermoso transmitir a los demás lo que se ha contemplado que sólo contemplar”.
Es decir, ante todo debemos unirnos a Cristo por la oración, escucharle atentamente, dejar que Su Palabra nos transforme y santifique, y desde esta intimidad con Dios debe brotar el apostolado y la misión. Porque no podemos dar lo que no tenemos, antes lo debemos recibir como don.
No se trata, el apostolado, de sobrecargarse de actividades apostólicas y multiplicarlas sin parar, corriendo de acá para allá si primero no se bebe de la Fuente que es Cristo. San Juan de la Cruz dice, al respecto, algo muy importante que no deberíamos dejar pasar por alto. Dice “que es más precioso delante de Dios y del alma un poquito de puro amor (a Dios en la contemplación, en la oración) y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas”.
Esto no quiere decir que sólo debemos rezar y no hacer obras apostólicas, sino que éstas, las obras, deben brotar de nuestra unión con Cristo, porque eso es la santidad: unión con Cristo. Nos urge, pues, ser almas de vida interior, conocernos a nosotros mismos y conocer a Dios y descubrir la presencia de Dios en todo y amarle muchísimo.
Y el mejor apostolado será, ante todo, el testimonio de una vida conforme al Evangelio. La propia santidad o santificación ya es testimonio elocuente e interpela a los demás. Hemos escuchado de San Juan Pablo II, parafraseando, que es más creíble un testigo que predica con la palabra y el ejemplo que aquel que sólo predica con las palabras.
Por tanto, no podemos separar el llamado a la santidad del llamado a la misión, porque ésta es fruto de aquella. Basta con mirar el testimonio de los santos que han enriquecido de manera admirable a la Iglesia siendo fieles a la gracia divina, aún en lo escondido de un claustro, sin salir de su monasterio, como fue el caso de Santa Teresita del Niño Jesús, declarada patrona de las misiones.
La santidad, sin duda, es obra de Dios, lo venimos diciendo hasta el cansancio; pero me tengo que hacer disponible, tengo que poner los medios que Dios ha puesto al alcance de la mano, y dejarle a Él obrar. Nada más ilustrativo que aquellas palabras del Señor a Santa Catalina de Siena: “Hazte capacidad que Yo me haré torrente”.
Dominus Tecum.