Santa Catalina de Siena habla de este conocimiento de sí mismo y de Dios en muchas ocasiones; el Señor le dice: "Yo soy el que Soy y tú eres la que no eres"; esto es: tú, por ti misma no eres nada, sólo pecado, y Yo lo Soy todo, Soy el Ser Supremo. Debemos, por tanto, conocernos para saber dónde nos aprieta el zapato, dónde tenemos que trabajar. Pero sobre todo nuestra mirada tiene que estar puesta en Dios y en la gracia que Él nos da y que nos ayuda a vencer el pecado. Él lo dijo claramente: “sin Mí nada podéis hacer”. Necesitamos permanecer en Jesús, como los sarmientos a la Vid.
Ahora bien, cuando Dios crea al hombre lo crea en un estado de justicia original; luego, el pecado de Adán y Eva, que fue sobre todo la desobediencia pero también la desconfianza en Dios y el querer ser como Dios, desdibujó en el alma la imagen y semejanza divina. A pesar de esto, el Señor no nos dejó abandonados a nuestra propia suerte. Con el bautismo hemos sido sumergidos en la muerte de Cristo quedando así borrado el pecado original y confiriéndonos la gracia santificante que restaura esa imagen en nosotros y nos devuelve la santidad, aunque en germen, en semilla, en el que la santidad tendría que ser el desarrollo normal de la vida cristiana.
Sin embargo, como quedamos inclinados al pecado, hay que hacer un camino de purificación, de renuncia de nosotros mismos, de anonadamiento: "el que quiera ser mi discípulo que renuncie a sí mismo, cargue su cruz y sígame". Un camino no fácil pero no imposible, que se hace de a dos: Dios con su gracia y nosotros con nuestra humilde colaboración. Dios pone el "casi todo" si nosotros ponemos "el casi nada", que es, ante todo, la disponibilidad.
Es la santidad principalmente una obra de la gracia, una obra de Dios: podemos estar años luchando contra un pecado o una imperfección y Dios nos concede la gracia de vencer en tan sólo un instante: no se trata de arremangarnos y decir: "allá voy", como si dependiera todo de mí. No obstante, Dios espera mi colaboración.
La primera etapa de este camino de santificación es más ascética, purgativa, y requiere de más esfuerzo de mi parte por alcanzar la virtud, aquellos hábitos buenos sostenidos en el tiempo, contando siempre con la ayuda de la gracia que va sanando y elevando el alma; y todo lo que yo haga me va disponiendo a lo que Dios quiere hacer en mí.
En una segunda etapa, cuando el alma ya alcanza cierto grado de perfección, se va haciendo más maleable a la acción del Espíritu Santo, se vuelve un dócil instrumento en Sus manos y toman más fuerzas los dones del Espíritu Santo que vienen a perfeccionar la virtud: la diferencia es la que hay entre un barco que se mueve a fuerza de remos y un barco que se deja llevar por la vela al soplo del viento.
El santo, en definitiva, es una persona poseída por Dios, más obra Dios en ella que ella, según las célebres palabras de San Pablo para expresar este altísimo estado: “vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Y en este sentido podemos decir que la santidad es olvido de uno y recuerdo de Dios, cada vez pensar menos en uno mismo y más en Dios, buscar contentar a Dios y descubrirnos habitados por Él.
Es un error pensar que la santidad consiste en “hacer” muchas cosas, cuando en realidad todo se trata de “amar” mucho. Claro, no un amor en el que todo está permitido y en el que todo vale, porque eso es una caricatura del amor. Es un amor cimentado en la verdad y el bien y que al principio exige mucha disciplina y renuncia debido al desorden que dejó el pecado en nuestra naturaleza. Sólo desde este amor auténtico nuestras obras cobran sentido y valor y nos encaminamos hacia la santidad.
Ser cristianos también implica serlo a todas horas, no reduciendo nuestra fe a determinadas prácticas y obras de piedad en determinado momento del día: las prácticas de piedad son importantes y necesarias, pero se tiene que notar que soy cristiano en todo momento y en todos lados, en todos mis comportamientos, siendo testigos de Cristo. Ser católico no es simplemente un título sino una esencia que constituye mi ser: tengo el sello de Dios impreso en mi alma. La santidad, por tanto, la voy construyendo cada día, “siendo fiel en lo poco para ser fiel en lo mucho”.
Dominus Tecum