Otra tentación es la de pensar que la Santidad no es atractiva, que es aburrida, que está llena de cruces y sufrimientos, que los santos la pasaron mal. Esto es un engaño. El máximo atractivo de nuestra fe es Cristo, y si Él no nos atrae es porque aún no le hemos conocido. A su vez, las virtudes hacen nuestra vida más alegre y más agradable, incluso a los demás. Por supuesto que hay Cruz, pero la verdad es que la Cruz es inevitable en esta vida, es una consecuencia del pecado original, la cruz no discrimina a nadie, está en todos lados, sea que tengamos fe o no. Lo que hace el hombre que tiene fe y quiere santificarse es ofrecer esa cruz por amor a Dios, es darle sentido y valor, configurándose con Cristo, su Maestro. Y desde esta perspectiva hasta la cruz se vuelve atractiva.
El tercer engaño que debemos evitar es pretender exigir a los demás la santidad antes que a mí: la santidad empieza por exigirse a uno mismo y en ser pacientes con los demás, porque “en los defectos del prójimo se prueba nuestra virtud”, decía Santa Catalina de Siena. En todo caso la santidad será contagiosa cuando los demás nos vean portadores de Dios. Esto no quiere decir que debamos ser cómplices del pecado del prójimo, sobre todo si se trata de culpas graves, en cuyo caso estamos llamados a corregirlos con verdad y caridad.
Para entender el llamado a la santidad hay que mirarlo desde la óptica del amor: Dios nos ama infinitamente y nos llama a la comunión con Él, a la unión; y esa comunión es plena con la santificación de nuestra alma: "dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios".
Pero entonces ¿Qué es la Santidad? La santidad es sobre todo una cuestión de amor: me he descubierto inmensamente amado por Dios y quiero corresponder a Su amor, es la experiencia de un encuentro personal con Cristo. Pero el amor, digámoslo claramente, no es ante todo un sentimiento: estos a veces están, a veces no, son como una veleta que, en ocasiones, dependen de mi estado de ánimo o de las circunstancias favorables.
El amor es un acto libre de mi voluntad, yo decido amar con mis obras, porque he visto el Bien y la Verdad y adhiero a ella y obro conforme a ella, buscando el bien propio y ajeno; se trata de vivir pensando no en mí sino en el Otro, en Dios, para contentarle, para hacer lo que es de Su agrado. Y así correspondo al amor divino: no es sino Amar a Dios sobre todas las cosas, hasta alcanzar la perfección de la Caridad: "el que me ama guardará mi Palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él".
Por esto mismo la santidad es, con razón, la plena aceptación de la voluntad de Dios en vida, es unión con Dios, unión de voluntades, y en este sentido es, ante todo, una cuestión de amor: porque amo obedezco, porque amo escucho a Dios, escucho Su Palabra que es la Verdad y la pongo en práctica; y si de buenas a primeras no me sale lo intento una y mil veces hasta que Dios me fortalezca con su gracia y haga maravillas en mí.
Sin dudas, cuanto más amo a Dios más busco la manera de demostrarle mi amor, incluso a costa de sacrificios y renuncias. La Virgen nos enseña en pocas palabras el camino de la santidad. Ella dice: "hágase en mí", y nos dice a nosotros: "haced lo que Él os diga". Su maravilloso Cántico, el Magníficat, no hace más que cantar las grandezas de Dios y nos enseña a mirar siempre a Dios, tener la mirada en Él, porque el santo vive bajo la mirada de Dios.
Dominus Tecum