Dios ha dejado su huella en toda la creación, pero especialmente en el hombre, creado a Su imagen y semejanza, es decir, con una capacidad de conocer y amar. Y “Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor”: un Padre que se conoce a Sí mismo y por este conocimiento engendra al Hijo, y de esta mutua relación entre el Padre y el Hijo procede el Amor, el Espíritu Santo. De semejante modo, los esposos se conocen y se aman y por este conocimiento y amor se entregan y se reciben mutuamente, y como fruto de esta entrega son engendrados los hijos.
“En consecuencia -dice San Juan Pablo II en Familiaris Consortio-, la sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan uno a otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano, solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte.
La donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona, incluso en su dimensión temporal; si la persona se reservase algo o la posibilidad de decidir de otra manera en orden al futuro, ya no se donaría totalmente”.
Esta es la grandeza a la que fue elevado el hombre, varón y mujer, llamados a reflejar aquella “Familia Trinitaria” como un sello inscrito en su corazón y en su naturaleza, sublimada a través de la gracia santificante que hemos recibido en el bautismo y por la cuál nos hacemos hijos en el Hijo, partícipes de la naturaleza divina y, por tanto, familia de Dios.
Y es en el seno de una familia que Dios se ha hecho Hombre y ha querido experimentar toda la riqueza y profundidad de la comunidad humana como lo fue la Sagrada Familia, modelo de toda familia y escuela de virtudes, para enseñarnos, de este modo, que es en el contexto familiar donde se va configurando la persona, su capacidad de entrega y donación, su apertura a los demás, el sentido de oblación y sacrificio, el diálogo y la escucha, la necesidad de compartir y sobre todo de amar y ser amado.
Jesús, al asumir nuestra naturaleza y la vida de familia las ha santificado. No es que Él haya necesitado crecer en las virtudes, pues las tenía a todas por ser Dios verdadero y Hombre perfecto, sin pecado; sin embargo, quería mostrarnos la excelencia de esta vida comunitaria en la que la misma convivencia, llena de desafíos, debe tender, por medio del amor y la comprensión, del perdón y el respeto, a la unidad y a la santidad buscando sinceramente la verdad y el bien común y particular, y por medio de esta santificación ser reflejo auténtico de la Santísima Trinidad.
Hay, entonces, en el ser humano, un rastro indeleble, Trinitario, que configura su mente y su corazón si se abre a la acción divina y se deja conducir por el Espíritu de Dios. Esto es lo que le diferencia de todas las demás criaturas y por lo cuál es más valioso que todo el universo. Nada hay en la creación que se compare a la belleza de un alma en gracia: ella es templo de la Trinidad, casa de Dios. Mas todo lo creado, e incluso la institución familiar, está ordenado a que "de la grandeza y hermosura de las criaturas se llegue, por analogía, a contemplar a su Autor" (Sb 13,5).
Por eso mismo la familia, como Iglesia doméstica, está llamada a conducir a cada uno de sus miembros a esta altísima experiencia de Dios morando en el alma que será plena en la Jerusalén Celestial, "donde Dios lo será todo en todos".
Dominus Tecum