Madre, por antonomasia, es aquella que no vive para sí sino para los demás, que se entrega totalmente y sin reservas procurando y velando por el bien de aquellos que le han sido encomendados, que se preocupa y se interesa por cada uno de sus hijos, que no descansa hasta estar segura que todos se cobijan bajo sus alas.
Una palabra, pues, hay que lo engloba todo y la caracteriza: don. Y es que madre es aquella que se dona hasta dar la última fibra de su ser y hasta los últimos detalles.
Hay un modelo de maternidad reconocido por todos los católicos y que encierra en sí todo lo que un corazón humano puede desear y esperar, y ella es María, en quien se encuentra el prototipo acabado de lo que nosotros llamamos “Madre”, reuniendo en sí todas las virtudes que caracterizan este oficio.
Cuando nuestros primeros padres pecaron, una de las sentencias dictadas por Dios a la mujer, como consecuencia, es el parto con dolor; pero cuando María Santísima dió a luz a Jesús fue con muchísimo gozo, siendo que era la Inmaculada. No obstante, tuvo Ella otro parto al pie de la Cruz, el cual fue sumido en el más profundo dolor que una madre puede experimentar, por compartir la pasión de Jesús, y es entonces cuando da a luz a la humanidad, cuando recibe de su Hijo la misión de ser Madre de todos los hombres.
Nadie en la historia ha merecido tanto este título honorífico como Ella ni hay mejor desempeño que el suyo en tal oficio. A lo largo de las generaciones, tal como lo profetizó Ella en su canto del Magníficat, será llamada feliz y, por tanto, aclamada como Madre, lo que hace que las almas no se cansen de invocarla; y lo que no alcanzamos “de primera mano” del favor de Dios, por así decir, lo recibimos de Dios gracias a la intercesión de María, la “omnipotencia suplicante”, como nos gusta llamarla a los católicos.
Es conocida esa bellísima oración de San Bernardo: “Mira la Estrella, invoca a María. En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María. No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón (…)”
Invocar a María es el consuelo para muchos; ninguna oración se ha extendido tanto como el Santo Rosario. Cuántos cristianos lo rezan a diario, implorando su protección y auxilio en todas las necesidades, contemplando una y otra vez los misterios de la vida de Cristo. Esta oración Mariana es de las más poderosas y la más pedida por la Virgen a través de la cuál se nos brindan abundantes gracias.
Con una mirada rápida y superficial, algunos ven en esta oración una oración mecánica y repetitiva. Pero en realidad esta sencilla oración es una verdadera escuela de oración. Si bien repetimos siempre lo mismo, tenemos la experiencia que da el amor: los que se aman ¿no se dicen siempre las mismas cosas? Y en este sentido podemos decir también que si nos resulta mecánica es porque nos falta amor.
En este mes Mariano la Iglesia nos invita a levantar la mirada una vez más, a poner los ojos en Ella, a invocarla con frecuencia, cobijarnos bajo su manto maternal, descubrir su presencia y acción en la historia y en nuestra vida como verdadera Mediadora de todas las gracias.
Dominus Tecum.