Decía el joven Alberdi: “No son las leyes las
que precisamos cambiar: son los hombres. Necesitamos cambiar nuestras gentes
incapaces de libertad por otras hábiles, para ella… Si es más fácil hacer una
población para el sistema proclamado, es necesario fomentar en nuestro suelo la
población anglosajona. Ella está identificada al vapor, al comercio, a la
libertad, y nos será imposible radicar esas cosas sin la cooperación activa de esa
raza de progreso y civilización… La libertad es una máquina que, como el vapor,
requiere maquinistas ingleses de origen. Sin esa raza de hombres es imposible
aclimatar la libertad en lugar alguno del mundo…”, “Bases…”, caps. XXX y XXXII
(de eso se trataba su lema: “Gobernar es
poblar”, no de generar condiciones para el crecimiento soberano de los
argentinos).
Pero hay más: “Haced inviolable la Constitución bajo el
protectorado del cañón de todos los pueblos, firmad tratados con el extranjero con
garantías de que sus derechos serán respetados. Estos tratados serán la parte
más bella de la Constitución… Proteged empresas particulares para la
construcción de ferrocarriles; colmadlas de ventajas, de privilegios, de todo
favor imaginable sin deteneros en los medios… Entregad todo a los capitales
extranjeros. Dejad que esos hombres de afuera se domicilien aquí y rodead de
inmunidades y privilegios a sus riquezas para que se naturalicen entre nosotros
y que cada afluente navegable reciba los reflejos civilizadores de la bandera
de Albión”, “Bases…”, cap.XV.
Parece mentira, ¿no? Y sigue: “Es utopía el
pensar que nuestra raza hispanoamericana, tal como salió de su tenebroso pasado
colonial, pueda realizar hoy la República representativa… Con tres millones de
indígenas, cristianos y católicos, no realizaréis la República, ciertamente”,
“Bases…”, cap. XXX;( con ingleses herejes y saqueadores, seguro que sí)
Este,
sin dudas, talentoso comprovinciano, curiosamente fue apadrinado por Alejandro
Heredia, gobernador y caudillo federal tucumano y por él enviado a Facundo
Quiroga, quien le propuso financiar sus estudios en EE.UU., poco antes de ser
asesinado.
En Buenos Aires se le van esfumando los aires provincianos y serán los
Rousseau, Saint-Pierre, Leroux, Lamennais sus guías en el cenáculo antirosista
de Echeverría para alejarse del país real y sumarse al unitarismo porteño hasta
el exilio chileno.
Pero aún en el delirio extranjerizante que vimos en sus “Bases…”,
hay como una angustiosa búsqueda de una identidad escamoteada en ese novísimo y
paradojal país (“de independencia niña”, solía decir). Hecha la Constitución, Urquiza,
su héroe de Caseros, Mitre y Sarmiento, serán sus paradigmas políticos.
Pero su
genio, aún de hálitos “padentranos”, su fina sensibilidad y su inquieto y
profundo intelecto lo irán alejando del liberalismo ideológico y mendaz,
profundamente antinacional, de Mitre y Sarmiento. Y los enfrentará con dureza (80
% de su obra): “En nombre de la libertad y pretendiendo servirla, nuestros
liberales Mitre, Sarmiento y Cia. han establecido un despotismo turco (una tiranía feroz), en la
historia, en la política, en la leyenda, en la biografía de los argentinos.
Sobre la Revolución de Mayo, sobre la Guerra de la Independencia y sus batallas
tienen un «Corán» que es ley aceptar, creer, profesar, so pena de excomunión
por el crimen de barbarie o caudillaje (…) Sus textos (de Mitre) son un código
de verdad histórica; refutarlos es violar la ley… y el disidente, un profano,
un criminal” (…) “El Papa puede no ser infalible, pero será torpeza negar la
infalibilidad de Sarmiento” (“Escritos Póstumos”, ts. X y XI). “El partido
unitario es el que ha arruinado la unidad nacional creando el localismo de
Buenos Aires”.
Va desenmascarando al liberalismo portuario y develando el
perfil del drama nacional. Será el primero en refutar la proterva fórmula
sarmientina de “civilización y barbarie”, llevando a cabo una clara y rotunda
defensa de los caudillos provinciales contra la visión de los doctores
unitarios.
Urquiza lo nombra embajador en Europa. En España, hará reconocer a
la Confederación, y en Francia visita a San Martín, deslumbrándose. Acaso por
una cuestión de pudor, no ve a Rosas, pero en cartas a su hija, Alberdi lo
define con increíble admiración y respeto; como en otro acto de esa conversión
de su torturada alma.
En 1864, dice de él, por ejemplo: “Difícilmente se puede
dar con alguien que posea un talento superior tan elocuente como el de nuestro
antiguo Jefe Supremo del Río de la Plata”; enero. “En el mismo lugar en que
debiera tributarse elogio y respeto al general Rosas, que tuvo tan alto el estandarte
de San Martín, lo ultrajan del modo más cobarde e ingrato”; agosto. “Hoy es
necesaria su vida, no sólo para ustedes y muchos amigos, sino para la Historia
y tal vez para el porvenir inmediato de nuestro país” (1866. “Vida de J. M. de
Rosas” de Manuel Gálvez).
Pronto exclamará que “sólo desde la naturaleza del
gaucho y los caudillos se podrá construir nuestra Nación”. Mitre, vencedor de
Urquiza, despide al tucumano y lo deja sin recursos en París. Pero lo que finalmente
hará estallar su corazón y convertirlo dolorosamente, será la atrocidad
fratricida de la guerra del Paraguay, y sus denuncias calan hondo.
Dirá que
para consolidar el poder unitario sobre la Argentina, Mitre-Sarmiento –con
apoyo inglés- se alían con Brasil en una guerra “contra el mejor gobierno de la
República Oriental y el más ilustrado (y de un pueblo y un ejército de solidez
interior, agrega) que haya tenido Paraguay”, y deben justificarla encontrando
“abominables y monstruosos a esos dos gobiernos: Berro y Solano López”, al que
Rosas envía su sable (“Escritos Póstumos”, IX).
Ya no hay vuelta atrás; estarán
siempre enfrentados. Suma su voz a la de muchos políticos y escritores, como
José Hernández, y a los caudillos del país profundo que levantan lanzas contra
el crimen mitrista. Todas serán silenciadas. Y sólo deberá contemplarse al
ilustre autor de las “Bases”; nunca al de su heroica conversión a la Patria.