Algunos de ellos nos parecen más admirables que imitables por su extraordinaria vida desde muy temprana edad; y otros, por su historia de conversión o santificación en lo cotidiano, nos parecen más cercanos y accesibles, y nos hacen pensar que la santidad es posible. Pero tanto en unos como en otros no podemos dejar de decir que la obra es de Dios y que, en todo caso, Dios hace posible lo que para nosotros parece inalcanzable y que por eso mismo la santidad siempre es extraordinaria, basta un corazón dispuesto.
San Agustín es de aquellos santos llamados a transmitir consuelo y esperanza. Si bien era un buscador de la Verdad, no siempre estuvo en el camino correcto y su vida de pecado y desorden tenía mucho poder sobre él. Pero tuvo una madre, santa Mónica, que con perseverancia y durante muchos años pidió a Dios la conversión de su hijo, regando su oración con las lágrimas de un corazón ardiente y fervoroso que no se rinde y que no se deja desanimar al no ver frutos inmediatos.
Tal fue su constancia que mereció escuchar de un obispo la expresión tan conocida: “no puede perderse el hijo de tantas lágrimas”. Estas palabras y un sueño que tuvo en que veía a Agustín volver a su lado la sostuvieron en la fe. Y así fue, según creyó.
La que le había dado a luz de manera biológica también le dio a luz en la fe, con tantos o más dolores que los del parto, cuando años más tarde vió a su hijo convertido al Catolicismo. Y de tal madre fue tal hijo, uno de los santos con más influencia en la historia, proclamado padre y doctor de la Iglesia.
Si bien no todos experimentan los extremos del pecado -ni lo recomendamos- todos estamos llamados cada día a la conversión o metanoia, a la reforma interior, a ese cambio profundo de la mente y el corazón que se produce, ante todo, por “el encuentro con una Persona, Jesús, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Benedicto XVI en su encíclica Deus Caritas Est).
La conversión, por tanto, no es simplemente cambiar de conducta como quien cumple un mandato que viene de arriba. La conversión es un descubrir la Presencia de Dios en mi vida, que me ama y se interesa por mí y quiere mi bien, y desde allí debe producirse un cambio de mentalidad para obrar conforme al Evangelio, a la Verdad misma.
El primer mensaje que lanza Jesús cuando comienza su ministerio público es el llamado a la conversión, y esta llamada nos atañe a todos en cuanto que todos somos pecadores, y partir de esta realidad, de reconocernos de pecadores, es que ponemos los cimientos sólidos de la humildad en la que se edifica el hombre nuevo a imagen de Cristo.
La conversión, a su vez, le da un giro de perspectiva a nuestra manera tan baja y tan humana de ver y de entender las cosas para ver y entender según el prisma de la fe, interpretando los acontecimientos y la propia vida dentro del plan salvífico de Dios y de su divina providencia que todo lo ordena para el bien de los que le aman.
Sin embargo la conversión del corazón es una gracia divina que no podemos producir nosotros a base de mucho esfuerzo, y por tanto no es algo que merecemos sino que lo recibimos como un don gratuito; sin embargo sí podemos disponernos a recibirla buscando el bien y la verdad, más aún, debemos procurarla y desearla sin relajarnos ante lo ya alcanzado, puesto que cada día se presentan nuevos desafíos y oportunidades para volver la mirada y el corazón a Dios, la inteligencia y la voluntad. Se trata de una tarea, de una “reforma” que dura toda la vida y en la que Dios nos sostiene con su auxilio divino.
No hay palabras más bellas y elocuentes que las del mismo San Agustín para expresar lo que es la conversión y lo que produce en el alma:
“¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba Contigo.
Reteníanme lejos de Tí aquellas cosas que, si no estuviesen en Ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de Ti, y ahora siento hambre y sed de Ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de Ti”.
Dominus Tecum.