ROCA, LA CAPITAL FEDERAL Y LA SOBERANÍA TERRITORIAL

La imagen siempre polémica de un eminente tucumano

Roca y su brillante oficialidad patagónica

Julio Argentino Roca fue un oficial que sobresalió muy joven y saltó a la notoriedad y a los ascensos, curiosamente, derrotando a la montonera del último caudillo federal, el general entrerriano Ricardo López Jordán, en 1871, quien alzara lanzas contra el fratricidio del Paraguay, y contara entre su oficialidad con José Hernández, el autor del “Martín Fierro”.

Sin embargo, tres años después, cuando Mitre desconoce la presidencia de Nicolás Avellaneda y, con Carlos Tejedor -uno de los complotados para asesinar a Rosas en 1839-, arma un poderoso ejército porteño para separar a Buenos Aires de la Argentina, Roca -tucumano como Avellaneda-, al frente de un ejército provinciano, derrota a los separatistas y, así, ambos, incorporan definitivamente la ciudad-puerto a la Nación, convirtiéndola en su Capital Federal.

Poco después comanda el acto final de la Conquista del Desierto, donde, con un cuadro de brillantes oficiales, avanza, en una suerte de marcha misional de un pueblo, por las pampas: una masa de mujeres, niños, bagajes y animales, rodeando a sus soldados (párrafos del inigualable libro del Comandante Prado, “La guerra al malón”:

“Adelante, destacándose por el poncho blanco que flotaba al viento, como las alas de una fantástica mariposa, el coronel Villegas y su estado mayor […] Más atrás, el 3º de Caballería […] y en seguida el Batallón 2º de infantería […] y luego las mujeres y los niños, cabalgando sobre montañas de pilchas, al compás de las ollas, de las pavas, de los platos que se golpeaban al traqueteo de las bestias […] Aquello parecía más bien un pueblo de guerreros antiguos en emigración que no el desfile de tropa moderna y regular”), que va fundando ciudades, mientras combate a los indios que se niegan a renunciar al maloqueo, al robo y al secuestro (buena parte de esas tribus padecían una lamentable e ingénita pobreza cultural, y por lo mismo, moral y ética. Martín Fierro los describe así:

“Es tenaz en su barbarie / no esperen verlo cambiar; / el deseo de mejorar / en su rudeza no cabe; / el bárbaro sólo sabe / emborracharse y peliar”. Y es peor cuando, horrorizado, escucha a la cautiva contarle que “me amarró luego las manos / con las tripitas de mi hijo”), y negocia la paz con los demás, instala curas salesianos, enviados por Don Bosco (en un sueño, había visto a sus sacerdotes evangelizando una Patagonia que desconocía), y termina incorporando esa yerma vastedad a la Nación, legítima y codiciada heredad hispánica. Tarea aún inconclusa y desafío constante, pues no hemos logrado terminar de clavar los estandartes hispanoamericanos en nuestra Patagonia, arrinconada por el raquitismo cultural, la avaricia de las multinacionales, las pretensiones de gobiernos extranjeros con cómplices locales (indigenistas) en una infinita extensión que clama por las jóvenes generaciones de argentinos para las nuevas ciudades, puertos e industrias, que, como en una imagen luminosa de un futuro posible, serán hermanadas por las vías férreas de la Nación y la imprescindible filiación con nuestra señora de Luján.

Esto también es una proyección del hecho histórico concreto de la Conquista de Roca y quien no quiera verlo o está ciego de ideología o trabaja para los enemigos de la Patria. Federalización de Buenos Aires -es decir, su incorporación definitiva a la Nación Argentina- y Soberanía Nacional sobre casi la mitad de nuestro territorio, obras de este gran tucumano, que lo llevan a la Presidencia.

Dos hechos trascendentes para la Patria, como sólo un puñado de argentinos pueden haber logrado. Sin embargo, desde esa cima de realización política, asumiendo intereses nacionales, Roca descenderá, pero, conciente o no, hará un último servicio a la Patria.

Como es natural, los sobrevivientes del federalismo aplastados y perseguidos desde Caseros, se vieron expresados, de algún modo, por estos sorprendentes acontecimientos que tenían reflejos de las viejas y queridas banderas nacionales. Y se acercaron con precauciones, pero intuyendo que, de algún modo, portaban la llama de la esperanza de la Patria.

Se aferrarían a esa tabla de flotación, que entonces se llamaría “roquismo”, hasta que, o se consolidara en esa dirección o, en su defecto, fuera reemplazada por otra de clara definición nacional, como efectivamente sucedió con la Unión Cívica de la Juventud, 1889, de Aristóbulo del Valle y Leandro Alem; y de ahí, al radicalismo yrigoyenista habría apenas un paso.

Llegado a la presidencia, Roca sufre una metamorfosis que lo alejará para siempre del cauce nacional. Es seducido por los vahos europeizantes y antinacionales de la ciudad fenicia contra la que había sostenido sus mejores combates. Y termina entregado al liberalismo portuario más rastrero, engrandeciendo el poder metropolitano y, para su deleite, levantando edificios y barrios de fuertes reminiscencias parisinas, londinenses o vienesas.

Así se ganó, entre muchas otras cosas, el majestuoso monumento con que Buenos Aires le rinde honores en la intersección de la avenida que lleva su nombre con Perú y Alsina, en pleno centro. Pero perdió la ocasión única que la historia le había presentado para ganarse eternamente el corazón del pueblo haciendo la grandeza de la Patria. Así habrá enfrentado la Justicia de Dios.

Incorpora a la Nación la codiciada heredad hispánica austral y pone fin al separatismo porteño

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