Cuando el Señor me encontró todo se volvió aún más pleno. Su carisma, su cercanía, sus viajes, sus cartas, el atentado al que sobrevivió, la caída del comunismo, la condena de la teología de la liberación, la bondad y belleza de su rostro, su pontificado largo y fructífero con la entrega hasta sus últimas fuerzas me conmovían como a toda mi generación. Por eso su fallecimiento parecía abrir para la Iglesia un tiempo de zozobra y angustia.
Pero el Espíritu Santo se hizo presente como siempre y luego de cuatro votaciones fue elegido su sucesor natural, el Cardenal alemán Joseph Ratzinger, el prefecto de la Fe, el hombre que había estado en la cocina de los más brillantes documentos del Papa polaco (Dominus Iesus, Fides et ratio, sólo por citar algunos), el hombre en quién San Juan Pablo II confiaba ciegamente. Y mientras especulábamos si se llamaría Juan, Pablo o Juan Pablo III, él eligió un nombre que nos recordaba que la Iglesia es milenaria y su destino es eterno.
En cuanto los medios olfatearon que con él la línea de su predecesor no se iba a modificar se lanzaron en un ataque feroz y despiadado. Tergiversaban o sacaban de contexto sus palabras (recuérdese por ejemplo su viaje apostólico al África), lo acusaban de nazi, de antisemita o retrógrado. Y él con sus zapatos rojos, su timidez, su fealdad y falta de carisma les respondió con su primera encíclica Deus caritas est. ¿Pero cómo, el perro de la fe, el alemán frío empieza su pontificado diciéndonos que Dios es amor? Nos habla de amor, de misericordia y de perdón y pasa a los hechos yendo a pedirles perdón personalmente a las víctimas de los curas abusadores. Y se convierte en faro que guía hablando de la hermenéutica de la continuidad poniendo en su lugar a los rupturistas que a izquierda y derecha acechan en la Iglesia.
En Ratisbona deslumbra hablando sobre fe y razón. Libra el buen combate denunciando la dictadura del relativismo. Las entrevistas de "Informe sobre la fe" se convierten de consulta inevitable. Y en un mundo que se aferra al poder sorprende nuevamente presentando su renuncia porque ya no tiene las suficientes fuerzas físicas para soportar la carga de conducir la barca de Pedro. Promete retirarse a orar y humildemente desaparece de escena sin obstaculizar nunca el gobierno de su sucesor Francisco al que lo unió un lazo de afecto recíproco hasta sus últimas horas.
Se nos fue un gran hombre, uno más de los grandes Papas con que Dios obsequió a su Iglesia en estos tiempos difíciles.
Hemos ganado un intercesor más, alguien que nunca nos dejará porque su vida de entrega y amor ha de continuar desde el cielo.