Y, finalmente, fui testigo de la apoteosis popular de 6 millones de argentinos, bajo un sol despiadado y durante horas, cubriendo rutas, autopistas, plazas y avenidas para recibir a nuestros Campeones. Sí, a nuestros Campeones, a nuestros extraordinarios Campeones Mundiales de fútbol, si se quiere, porque los héroes fueron los otros.
Los gloriosos guerreros argentinos en Malvinas. Héroes de la Patria.
Ésos que durante dos meses y medio enfrentaron con una decisión y una valentía inigualables, al invasor británico, a los yanquis, al poderío conjunto de la OTAN, y al silencio cómplice del resto de los poderosos del mundo, ofrendando sus vidas en defensa de la Patria y de sus hermanos: el pueblo argentino.
Oficiales y suboficiales, profesionales de la guerra, y millares de conscriptos, hijos del pueblo sirviendo a su país. Y lo hicieron sitiados por el armamento nuclear, frente a un enemigo veterano y bien pertrechado, en una geografía inhóspita, un ambiente hostil, sin caminos que llevaran provisiones fuera de Puerto Argentino, sin el equipo adecuado para tamaña confrontación porque el gobierno militar jamás pensó en una guerra, sólo se trataba de una escaramuza para "obligar" a Inglaterra a negociar y, para colmo, bajo las órdenes de Menéndez y su camarilla de ineptos y cobardes, que corrieron a rendirse cuando oyeron el primer tiro mientras nuestros hombres dejaban sus vidas agotando las municiones sobre el enemigo.
A ellos debimos ofrecerle la apoteosis del recibimiento. Ante ellos debimos poder tener la posibilidad de inclinarnos y ovacionarlos, todos y cada uno de los argentinos, en cada rincón del país, durante días. Y, junto con nuestro amor, reconocimiento, admiración y agradecimiento infinitos, recompensar tanto dolor y sacrificio con garantías laborales y coberturas de salud y vivienda para el resto de sus vidas.
Eso deben hacer las naciones soberanas que merecen serlo.
En cambio, fueron tratados como leprosos, los escondieron, los alejaron del pueblo por el que habían peleado como leones, los encerraron e interrogaron como culpables de algo que no podían entender, los silenciaron y se fueron deshaciendo de ellos devolviéndolos a la sociedad en el mayor anonimato y disimulo posibles (de ahí muchos de sus suicidios ya que tales maniobras sugerían la posibilidad de haber sido usados en vano). La orden imperial de la "desmalvinización" debía cumplirse a rajatabla.
Así como las genialidades de Messi y sus compañeros ganaron la consideración del planeta, el heroico patriotismo argentino desplegado en Malvinas, pese a su obcecada denigración (la Tatcher se mostraba como nuestra democrática benefactora derrotando a una dictadura militar, tal como imaginaba el servilismo político local), también conmovió al mundo, y las hazañas de nuestros pilotos aún lo asombran (el fanatismo futbolero "argentino" de Bangladesh, Pakistán y la India, tienen su origen en nuestro gallardo combate contra los ingleses, sus históricos esclavizadores).
En 1982, se nos ha negado para siempre la dicha de recibir con el debido honor a esos héroes, que escribieron la página más gloriosa de nuestra historia contemporánea. Pero, por otro lado, hasta esa mutilación nos obliga a comprometernos con un responsable y fidedigno conocimiento de nuestra identidad nacional, permanentemente bastardeada para dejarnos inermes ante la mendacidad y la prepotencia de nuestros enemigos históricos y sus aliados: los inhumanos poderes globalizantes; contra los que combatieron nuestros héroes en Malvinas.
El protagonismo universal de la obtención de esta Copa (tanto como el de un compatriota en el trono de Pedro), también debe hacernos reflexionar acerca de lo que, en realidad, somos como Nación y como pueblo, donde el Dios creador y todopoderoso ha derrochado dones y talentos, y Nuestra Señora de Luján apoya sus manos providentes y amorosas.
Aprendamos a ser dignos de ellas. No es tarde. Recibamos, así, como combatientes del Bien Común, en el fondo de nuestras almas, el poderoso legado de nuestros héroes de Malvinas.