Esta devoción tiene, a su vez, múltiples facetas y prácticas, y es realmente un camino que podemos hacer de la mano de Jesús profundizando día a día la fe dándonos las pistas de una sana espiritualidad.
De toda esta riqueza y manantial de gracia encontramos dos actos propios que son respuesta a la iniciativa de Dios, y que son el amor y la reparación. El Padre Alcañiz, en su tratado de la consagración al Sagrado Corazón, lo dice con otras palabras, pero se trata de lo mismo. Dice que el amor procura el bien del que carece el Ser Amado y le libra del mal que sobre Él pesa.
Nosotros sabemos que Dios es Perfecto en Sí mismo y no carece de ningún bien ni tampoco podemos hacerle daño alguno. Nada puede faltarle a Dios, se basta a Sí mismo, y ningún mal puede afectarle. Y si nos pide que le amemos y que reparemos no es porque lo necesite sino porque nosotros lo necesitamos para nuestro bien y salvación.
Bastó un sólo acto del demonio y de sus secuaces para merecer el infierno y sin embargo en Dios no cambió nada, ni siquiera el amor. Fue una ofensa y un agravio, sí, pero no fue Dios quien salió perjudicado. Lo mismo pasa con nosotros, con la diferencia de que tenemos esta vida para enmendarnos y reparar el daño, y al fin somos nosotros los que nos beneficiamos amando a Dios y reparando las ofensas con que Le hemos ofendido. Ya hablaremos de esto.
Ahora bien, a Dios no le podemos hacer daño, pero el Hijo de Dios se hizo hombre para poder padecer por nosotros, asumió un cuerpo humano para sentir como un hombre, amar como hombre, sufrir como hombre. Se entristeció, lloró y se angustió hasta sudar sangre por cada uno de nosotros. Y Jesús sufrió humanamente, lo que en su naturaleza divina no podía sufrir, cada uno de nuestros pecados, no en general sino en particular, y subió a la cruz por nuestra salvación, para librarnos de la esclavitud del pecado y de la muerte. Y a Dios, a quien no podemos dañar, le hemos dañado en Jesús crucificado con nuestros pecados.
Pensemos, por tanto, en la grandeza y excelencia del amor de Dios que quiso hacerse hombre para tener con qué padecer. Entonces es que podemos entender el acto de reparación. No somos en realidad nosotros los reparadores, sino que fue Jesús el reparador del género humano. Sólo el Sacrificio del Hijo de Dios era capaz de expiar por nuestros pecados. La culpa era infinita y nosotros no podíamos pagar la deuda anotada a nuestro cargo, sólo Dios podía pagar el precio de nuestra redención. Y si bien lo podría haber hecho de cualquier manera, con una sola gota de Sangre, o con una sonrisa o con sólo quererlo, lo hizo muriendo en la Cruz para probar así la inmensidad de su Amor.
Nosotros, en todo caso, nos unimos a su acto de reparación implorando misericordia para nosotros y para nuestros hermanos tomando conciencia de lo que hemos hecho. Nos quiere unir Jesús a Su oficio de apóstol y de sacerdote. De apóstol para extender el Reinado de su Corazón, y de sacerdote para ofrecernos de contínuo en el altar por la salvación de las almas.
Por supuesto que Dios desea ardientemente ser amado, quiere nuestro amor, nuestra correspondencia. Porque el verdadero y perfecto amor es recíproco. El Padre se goza amando al Hijo y se goza de ser amado por el Hijo. Y también el Hijo se goza amando al Padre y se goza al ser amado por Él. Y en este amor no hay egoísmo, ambos aman y ambos son amados. Y Dios quiere hacernos partícipes de esta corriente de amor. Nos ama infinitamente y quiere a la vez que le amemos.
Estos dos actos, el amor y la reparación, son propias del corazón enamorado. Cuando de verdad amo a alguien busco todas las maneras posibles de demostrarle mí amor, de probar que le amo, con gestos, actitudes, detalles... Y si le he causado alguna ofensa, por pequeña que sea, corro, como un niño pequeño, a los brazos de su padre, a pedirle perdón, a decirle que lo amo, que en adelante procuraré portarme mejor, y le abrazo y le beso, y busco las maneras de enmendarme o reparar aquella ofensa con algún gesto concreto de amor y cariño.
Y toda ofensa, en el fondo, es una falta de amor a Dios, y qué mejor manera que subsanar esa falta con un acto de amor: que Dios se entere que lo amo, que se lo haga saber no sólo de palabra, sino también con mis actitudes. Monseñor Munilla, obispo de Alicate, España, hablando de la reparación, dice que no es otra cosa que "recuperar el tiempo perdido viviendo en intensidad de amor". De eso se trata. De amar. Y de amar por mí y de amar por todos aquellos que no le aman, que le injurian, que le rechazan y le desprecian.
Aunque no podamos multiplicar las obras y las oraciones, basta una mirada de amor, un movimiento del corazón, un suspiro, un pensamiento elevado al cielo. Con nuestras obras de reparación podemos consolar y satisfacer el Corazón de Jesús tan ultrajado, y a la vez alcanzar clemencia y misericordia para las almas más necesitadas de la Misericordia divina. Amor y reparación... Es lo que nos pide el Corazón traspasado de Jesús. Es lo que reclama el amor.
Dominus Tecum.